Hace años, cuando estaba estudiando en el Conservatorio de Madrid, un compañero definió el Arte como “aquello que no sirve para nada”.
Se inició entonces un largo debate, que he vuelto a escuchar muchas veces repetido cada vez que un grupo de “artistas” o de “no artistas” intenta definir lo que es el arte o diferenciar términos tan próximos como artista, artífice, artesano, creativo, profesional..
En el diccionario no podemos encontrar mucha ayuda pues por poner un ejemplo “arte” se describe como: “Virtud, disposición y habilidad para hacer alguna cosa // Cautela, maña, astucia… // Conjunto de preceptos y reglas necesarios para hacer bien una cosa” que son definiciones que no recogen exactamente la idea que más o menos nos hacemos todos sobre lo que es el arte…
En medio de este barullo de significados, conceptos y apreciaciones terminológicas me recuerdo hace ya más de veinte años con una guitarra -de esas que dejaban los Reyes Magos-, un puñado de historias por contar y la firme convicción que casi todos hemos tenido una vez en nuestra vida al entrar al salón y decirle a tus padres eso de ¡Quiero ser artista!.
Después de años de estudio (solfeo, guitarra clásica, armonía, formas musicales, canto coral, historia de la música…) mejoré mucho en la técnica y adquirí gran disciplina para los ensayos, pero no aprendí casi nada de cómo sentirme lleno por dentro y de cómo sacar fuera ese “algo más” que hace que la gente se pare, te escuche, silencie todo el ruido externo y abra la ventana de su corazón para dejarse tocar por dentro.
Ese arte -que te cambia la vida con sólo saborearlo un poco y que es para mí un don de gente de mirada limpia, gratuidad total y sencillez en los medios-, yo no lo supe encontrar en las aulas de ningún conservatorio. Lo empecé a sentir en la calle, escuchando a músicos anónimos que regalaban poesías a las prisas y el barullo de la gente.
Recuerdo perfectamente los momentos más importantes de este descubrimiento: el día en que me hice consciente de que la música era algo que tenía que sentir desde tan dentro y de una forma tan sincera, que me propuse que mis labios sólo cantaran lo que hubiera en el corazón. O aquella otra tarde que escribí: “pero si no sé quien soy, si en estos años me he vuelto un extraño y ya no reconozco mi voz… ¿cómo cantar, cómo pedir perdón?”.
Años después, la experiencia de autoproducir mis propios discos y distribuirlos sin precio me ha permitido crecer humanamente y vivir de cerca el milagro de la solidaridad y la confianza en los demás. Viajar a otros países de África y América Latina me ha abierto los ojos a otras formas de arte y de búsqueda de la belleza.
Por eso, ahora encuentro razones en el estercolero y en los caminos polvorientos; percibo armonías en los cientos de matices de los verdes de las selvas y en los olores de los mercados; me inspiran la choza, los cantos de los pueblos…
¿Dónde he dejado el Arte académico y desencarnado que aprendí en las aulas de Madrid?.
En estos últimos años he llegado a encontrar y vivir un arte con minúsculas, pero propio y capaz de acoger e integrar la música que hago con la dureza de los andrajos y los pies descalzos, con la alegría de quienes han conseguido la paz después de miles de muertos, con la experiencia de ser y crear familia.
Ese arte que intenta no buscar ni público, ni dinero, ni fama, ni aplausos, ni seguridades, ni poder… ese arte que para muchos a lo mejor “no sirve para nada”, a mí me ha acercado a cientos de personas como tú y como yo y me ha permitido visitar los campos de la esperanza de un Dios, que al igual que aquella antigua guitarra de Reyes, aún espera la mejor de mis canciones.