Mi abuelo compraba flores cuando nacían sus nietos,
la tarde de algún domingo, en las fiestas y en los duelos.
Siempre a la misma chiquilla que nunca pisó el colegio,
pero que aprendió muy pronto colores y sentimientos.
De la mano de mi padre paseé junto a esos cestos
y la recuerdo tan linda, tan rodeada de misterio…
Por joven y por bonita, pronto encontró un caballero
que le prometió un palacio y la abandonó en un puesto.
Pasaron diez primaveras, ella vivió un solo invierno;
tres mil días de tristezas que blanquearon su pelo.
Yo me enamoré con quince y a escondidas fui a su encuentro,
me vendió las más bonitas y me regaló un consejo:
_ No dejes que se marchiten ni el amor, ni los recuerdos.
Fueron sus manos ajadas las que hicieron, sin saberlo,
la corona más sentida del entierro de mi abuelo
Luego, al cabo de unos años, mi padre llevó a sus nietos
un ramo de margaritas el día que ellos nacieron.
Y en esa esquina de antaño, frente a la boca del metro,
(junto a una tienda de modas y un banco al que nunca entro)
hoy volví a ver a una niña entre mil flores sonriendo,
me hizo revivir mi infancia y recordé aquel consejo…
Le compré dos rosas blancas para mandarlas al cielo
y empecé a escribir la historia que me contaba mi abuelo.